CAPÍTULO X
- Mi regreso a Ayerbe.
- — Nuevas hazañas bélicas.
- — El cañón de madera.
- — Tres días de cárcel.
- — El mosquete simbólico
Cuando regresé a Ayerbe en las próximas vacaciones, mi pobre madre apenas me reconoció: tal me pusieron el régimen del terror y el laconismo alimenticio. De mí podía contarse con verdad cuanto Quevedo dice en su Gran Tacaño de los pupilos del dómine Cabra. Seco, filamentoso, poliédrica la cara y hundidos los ojos, largas y juanetudas las zancas, afilados la nariz y el mentón, semejaba tísico en tercer grado. Gracias a los mimos de mi madre, a la vida de aire libre y a la suculenta alimentación, recobré pronto las fuerzas. Y, viéndome otra vez lustroso y macizo, volví a tomar parte en las peleas y zalagardas de los chicuelos de Ayerbe.
En aquel verano mis juegos favoritos fueron los guerreros, y muy especialmente las luchas de honda, de flecha y de boxeo. Pronto las encontré sosas e infantiles. Yo acariciaba más altas hazañas: aspiraba al cañón y a la escopeta. Y me propuse fabricarlos fuese como fuese. Para dar cima a la ardua empresa, tomé un trozo de viga remanente de cierta obra de albañilería hecha en mi casa, y con ayuda de gruesa barrena de carpintero, y a fuerza de trabajo y de paciencia, labré en el eje del tronco un tubo, que alisé después todo lo posible a favor de una especie de sacatrapos envuelto en lija. Para aumentar la resistencia del cañón, lo reforcé exteriormente con alambre y cuerda embreada; y a fin de evitar que, al cebar la pólvora, se ensanchase el oído y saliese el tiro por él, lo guarnecí mediante ajustado canuto de hoja de lata desprendido de vieja alcuza.
Engreído y satisfecho estaba con mi cañón, que encomiaron extraordinariamente los amigos; todos ardíamos en deseos de ensayarlo. Fue mi intención añadirle ruedas antes de la prueba oficial; pero mis camaradas no lo consintieron: tan viva era la impaciencia que sentían por cargarlo y admirar sus formidables efectos.
Después de madura deliberación, decidimos izar el cañón por encima de las tapias de mi huerto y ensayarlo sobre la flamante puerta de vecino cercado, puerta que daba a cierto callejón angosto, bordeado de altas tapias y apenas frecuentado. Cargose a conciencia la improvisada pieza de artillería, metiendo primero buen puñado de pólvora, embutiendo después recio taco y atiborrando, en fin, el tubo de tachuelas y guijarros. En el oído, relleno también de pólvora, fue fijada larga mecha de yesca.
Los momentos eran emocionantes y la expectación ansiosa. A favor de un fósforo puesto en un alambre prendí fuego al cebo, hecho lo cual nos retiramos todos, con el corazón palpitante, a esperar, a prudente distancia, la terrible explosión. El estampido resultó horrísono y ensordecedor; pero contra los vaticinios de los pesimistas, el cañón no reventó; antes bien desempeñó honrada y dócilmente su contundente función